La bella Simonetta Vespucci sería inmortalizada como la gran musa del Renacimiento en Florencia. Su figura se mueve a lo largo de toda la obra pictórica creada por su vecino y enamorado, Alessandro Filipepi, más conocido como Botticelli.
“El Nacimiento de Venus”, expuesto en la Galleria degli Uffizi, es la suma poética de cuanto Botticelli amó, y amaron todos los florentinos.
En el museo completo de Sandro, la vemos caminando, danzando, con sus amigas en una comitiva, reposando, de espaldas, de frente…
Por Mariana Boggione
(Publicado en Revista Doquier n° 81)
De todos los enamorados de Simonetta Vespucci, Sandro Botticelli fue el más cobarde, el más valiente, el más tímido, el más resuelto, el más constante, el más desconocido, el más presente, el más ausente, el más vigilante, el más distraído, el más callado, el más hermético, el más expresivo y el más fiel.
Sandro Botticelli se llamaba Alessandro Filipepi, pero lo apodaron Botticelli por trabajar junto a un bebedor a quien le decían Il Botticello (botellón). La familia Filipepi era del mismo cuartel que los Vespucci. Siempre vivieron vecinos. Entre los que primero vieron a Simonetta estaba Botticelli. Él era ocho años mayor que ella, y la descubrió cuando todos la ignoraban. Luego la llamarían “la bella Simonetta”, por ser la más hermosa de Florencia.
Sandro había nacido para el arte. Primero se acogió a la obra de Filippo Lippi, y luego a la de Pollaiuolo. Sus primeras pinturas son un eco de las Madonnas de Lippi, o de las afirmaciones escultóricas de Pollaiuolo. De pronto se descubre, se rebela, se emancipa. Surge con un estilo propio. Pasa a ser definitivamente Sandro Botticelli por el milagro de la casa vecina, gracias a la Simonetta. Por aquél entonces hace su retrato en “La Adoración de los Reyes Magos”.
El Nacimiento de Venus
Simonetta inspiró las obras más hermosas del Renacimiento italiano. “El Nacimiento de Venus”, expuesto en la Galleria degli Uffizi, es la suma poética de cuanto Botticelli amó, y amaron todos los florentinos. Una figura de mujer que escapa a todos los triunfos de la muerte y que, viviendo, sabe hasta dónde es efímera la vida de una rosa. Si de toda esta época no hubiera quedado sino esa imagen, con ella sola se podría decir que hubo, en el mundo, un Renacimiento.
Todo en esta Venus, siendo tan fresco, es ya maduro. Y sin bien se mira ese rostro que ha pintado ahora Botticelli, es un rostro que él conoce y pinta tiempo atrás, que viene dibujando y coloreando desde hace doce años, decena de veces en sus cuadros, y centenares en sus sueños. Es un rostro que ha caminado por todas sus obras para llegar a este triunfo final. Es el de Judith que va al campo enemigo, el de la Virgen en “La Adoración de los Reyes Magos”, el de “La Madonna del Mar”, el de la figura central de “La Primavera”, el de una de las Gracias en “La curación del leproso”, el de la compañera de Giovanna degli Albizzi en los frescos del Louvre, el de la diosa en “Venus y Marte” de la National Gallery. Es un rostro que más que perseguido, ha acompañado al poeta dibujante, y que él lo ha ido siguiendo, fidelísimo, en su doble vida de belleza y tristeza. Al llegar al momento en que su encanto total culmina, la pinta. Esa es esta Venus. Su rostro de creciente en creciente fue acercándose a la perfección, hasta llegar a su plenitud.
Hizo lo mismo Botticelli con las manos, el cuerpo, los brazos, las piernas. La obra toda del pintor no es sino un vasto cuadro por donde va moviéndose esta misma figura. Es el más grande políptico en la historia del arte. Si en “La Primavera” vemos cinematográficamente andar a Simonetta, en el museo completo de Sandro, en lo que hoy se llamaría su muestra personal, la vemos cien veces, caminando, danzando, con sus amigas en una comitiva, reposando, de espaldas, de frente, moviendo el rostro para que se vean sus contornos en un giro que muestre sus perfiles. Decir cien veces no es exageración, porque cada una de las imágenes que él pintó se nos va animando en el recuerdo, va moviéndose y multiplicándose.
Hasta el día de “El Nacimiento de Venus”, Botticelli fue presentando una Simonetta vestida. Nunca antes había llegado a ese puerto final de su audacia en que por fin atropelló toda reserva y decidió decir: “ella era así”. En la más inmediata de sus representaciones anteriores, la de “Venus y Marte”, Simonetta está más vestida que nunca. Y lo que hizo al despojarla de todo velo, lo hizo al liberarle los cabellos. Él, antes, no hizo sino peinarla, recogerle en trenzas apretadas que sostenían hilos de perlas, una cabellera que al desatarse sería la bandera del triunfo.
La liberación y la verdad
Hay en Berlín, en Londres y en Lucerna otras tres Venus, que si fueran de Botticelli no harían sino continuar el estudio de la misma figura subyugante. No son suyas: son ese no poder morir de las imágenes que él creó en la mente de sus discípulos. Éstas Venus vuelven otra vez a los cabellos apretados en trenzas duras. Eso no podía hacerlo Botticelli, a menos que fueran viejos esquemas de su musa aún encadenada… Pero no, él tuvo que concebir esta obra como la de la liberación de todo lazo inmediato. Liberaba a Simonetta para que volara. Después de esa libertad, la muerte. La otra figura, la de una mujer que avanza en el cuadro con el telón ya listo para correrlo en el último acto, indica el final de la fugaz aparición de Simonetta en el mundo florentino.
Sólo una vez más repitió la aparición de la diosa, ya no fingiendo una Venus, sino una Verdad. Nuevamente con la cabellera desatada, ya no triste, sino trágica, en un extremo de la espantable escena donde se juega todo el teatro de “La Calumnia de Apeles”, con el Chisme, el Embuste, la Violencia, y la Injusticia repartiéndose los papeles del juicio brutal. Ahora sí, la Verdad levanta el índice, señalando la justicia divina, olvidada en el comercio de fraude de los hombres.
Botticelli pintó “El Nacimiento de Venus” nueve años después de la muerte de La Bella. Con la muerte de la amada, su vigor físico fue desintegrándose. Lo enterraron en la iglesia de Ognissanti en Florencia, a veinte pasos de la tumba de Simonetta. Guardando los dos amantes la misma distancia de siempre.